Somos parte de la tierra y ella es parte de nosotros

Retrato del jefe Seattle, ya anciano, obtenido en un estudio fotográfico. Fotografía: Gentileza https://es.wikipedia.org/



El rostro de Seattle, jefe de la tribu Suwamish.



Un pescador suquamish o suwamish captura un salmón. Fotografía: Gentileza Archivos del Museo Suquamish. (USA)



María Esther Nostro


Licenciada en Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras, UBA. Posgrado en Antropología Social, Instituto Nacional de Antropología y Pensamiento Latinoamericano (INAPL)-UBA- Fundación Fullbright. Posgrado en Gestión Cultural, Patrimonio y Turismo Sustentable. Fundación Ortega y Gasset Argentina. 

 

Docente en el CBC – UBA, 1988-2015. Profesora emérita de la Universidad del Salvador. Docente en el Posgrado de Medicina del Trabajo, Universidad Favaloro.


Por María Esther Nostro *

Terminada la guerra de la independencia en 1783, los colonos de la costa este de los Estados Unidos se lanzaron, cada vez en mayor número, hacia el oeste, en busca de tierras donde asentarse. Este movimiento derribó la planificación inicial del gobierno federal que, habiendo llegado a acuerdos territoriales con los pueblos nativos ya desplazados hacia el oeste, fue desbordado por la cantidad de migrantes blancos y debió presentar batalla a los indígenas que defendían las tierras que el mismo gobierno les había asignado previamente.  Al creciente número de colonos en busca de tierras de labranza, se agregó la abundancia de oro y el interés por la salida al océano Pacífico, con su posibilidad de comercio con el Lejano Oriente. Dichas razones fueron identificadas como las principales causas de tanta ansiedad de los blancos por instalarse en el otro extremo del continente.

 

Con la clara idea de que los indígenas debían ser reducidos a espacios acotados y civilizados al modo europeo, la táctica de la guerra de exterminio se complementó con la vieja usanza de las coronas europeas de comprar tierras o deshacerse de ellas por razones políticas, militares o simplemente comerciales, en la conciencia de que, de última, se trataba de una mercancía negociable.

 

El hecho es que, si bien aún no sucedía oficialmente, ya en 1845 las 17 aldeas que rodeaban la bahía Elliot sobre la costa del océano Pacífico, en el noroeste de Estados Unidos, vieron sus tierras ocupadas por colonos blancos y la creación del Territorio de Washington en 1853 con el nombramiento del gobernador Stevens. Ante la irregularidad de la ocupación y por influencia de “Doc” Maynard, personaje aquerenciado en el pueblo indio de Duwamps donde ejerció como médico, comerciante, agente indio y juez de paz, en 1854, Franklin Pierce, entonces presidente del país, envió una oferta de compra de las tierras de la tribu Suwamish o Suquamish [1] que habitaba la región y se resistía a la ocupación. La respuesta estuvo a cargo de Seattle, el jefe local, en cuyo honor se bautizaría la ciudad allí fundada por Maynard [2].

 

La carta del jefe Seattle

 

Tal como ha llegado hasta nosotros, y si bien son reconocibles algunas intervenciones no indígenas –principalmente porque el texto debió ser transcripto por alguien que supiera escribir y expresarse en inglés– y la cortedad con que suelen traducirse conceptos ajenos a la propia cultura, la carta del jefe Seattle al presidente Pierce ha pasado a la historia como la más bella y profunda declaración de respeto por la naturaleza. Hasta por momentos, con el correr de las palabras en afirmaciones, metáforas, comparaciones, advertencias y reiteraciones en la característica forma oral del discurso indígena, parecería escucharse la voz de esta autoridad tribal reflexionando con tono grave y ritmo pausado. De hecho, la “carta” es la transcripción del discurso que el jefe Seattle dirigió personalmente al gobernador Stevens y que fuera luego enviada, supuestamente, al presidente Franklin Peirce.

 

En ella, el líder de la tribu Suquamish o Suwamish, en tono resignado, acusa recibo del deseo del Gran Jefe de Washington de comprar las tierras ocupadas por los indígenas y le reconoce irónicamente la «gentileza» por sus palabras de amistad y buena voluntad, dado que «sabemos que pocas falta le hace, en cambio, nuestra amistad». «Vamos a considerar su oferta –continúa– pues sabemos que, de no hacerlo, el hombre blanco podrá venir con sus armas de fuego y tomar nuestras tierras».

 

Lo que sigue es la consideración de un hecho absurdo: que el piel roja deberá vender algo que no le pertenece, la tierra, ya que él solo es parte de un todo con el universo viviente en el que habita, con su presente e incluso su pasado.

 

Describe entonces ese mundo en un nivel de fraternidad con los animales, las plantas, el aire, el agua… Rescata el valor del perfume de las flores, el brillo de la luz reflejada en el agua, el aporte de los animales a la alimentación y el abrigo de las personas y encuentra en lo invisible –como los cuerpos de los antepasados en el resurgir de la hierba, la savia que circula en los árboles o los reflejos y murmullos del agua– la continuidad de una red existencial que lo involucra y explica.

 

La existencia como totalidad

 

Al margen del valor atribuido desde una mirada ambientalista, la carta del jefe Seattle es la puesta en palabras de los significados que dieron sentido y continuidad, durante milenios, a la existencia de los pueblos indígenas americanos. Es, fundamentalmente, un cabal espejo de la cosmovisión amerindia en contraste con el pensamiento europeo. Es la forma en que el piel roja se hallaba, y aún se halla en muchos caos, instalado mentalmente en la realidad que lo rodea; el punto desde donde surge su interpretación de la naturaleza del universo, del ser humano y de la realidad; el fundamento de sus conductas, creencias, organizaciones, saberes y percepciones.

 

No es difícil escuchar en el mundo indígena afirmaciones como «somos parte de la naturaleza» o, en el caso de los pueblos andinos, frases como «la Pachamama es todo». «Poesía», «animismo», concluye el oyente, simplificando el tenue umbral entre la experiencia estética y la experiencia de lo sagrado, sin entender muchas veces la declaración existencial encerrada en esas palabras.

 

El jefe Seattle es realista en ese sentido. «Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestra manera de ser –puntualiza. Le da lo mismo un pedazo de tierra que el otro porque él es un extraño que llega en la noche a sacar de la tierra lo que necesita. La tierra no es su hermano sino su enemigo. Cuando la ha conquistado la abandona y sigue su camino […] Trata a su madre, la tierra, y a su hermano, el cielo, como si fuesen cosas que se pueden comprar, saquear y vender, como si fuesen corderos y cuentas de vidrio», reforzando la idea de pertenencia mutua del hombre rojo con la tierra, al preguntarse desde el comienzo cómo se puede vender lo que no se tiene en propiedad: «No somos dueños de la frescura del aire ni del centelleo del agua ¿cómo podríais comprarlos a nosotros? […] Somos parte de la tierra y ella es parte de nosotros. […] Esto lo sabemos: la tierra no pertenece al hombre, sino que el hombre pertenece a la tierra. El hombre no ha tejido la red de la vida: es solo una hebra de ella. Todo lo que haga a la red se lo hará a sí mismo. Lo que ocurre a la tierra ocurrirá a los hijos de la tierra. Lo sabemos. Todas las cosas están relacionadas como la sangre que une a una familia».

 

En esa red existencial y esa noción de familia es que el jefe Seattle incluye no sólo a los seres visibles al hablar de los ríos, los animales y las plantas y hasta los fenómenos atmosféricos como hermanos, sino también como portadores de la memoria, la presencia fundante de los antepasados. «Cada hoja resplandeciente, cada playa arenosa, cada neblina en el oscuro bosque, cada claro y cada insecto con su zumbido son sagrados en la memoria y la experiencia de mi pueblo. La savia que circula en los árboles porta la memoria del hombre piel roja», manifiesta, para añadir más adelante que «el agua centelleante que corre por los ríos y esteros no es meramente agua sino la sangre de nuestros antepasados» y que «cada reflejo fantasmal de las aguas claras de los lagos habla de acontecimientos y recuerdos de la vida de mi pueblo. El murmullo del agua es la voz del padre de mi padre».

 

Fin del sentido e imperio de la sinrazón

 

«Los mundos en los que viven sociedades diferentes, son mundos diferentes, no simplemente los mismos mundos con nombres distintos», sostiene el lingüista y antropólogo Edward Sapir ya entrado el siglo XX.

 

El jefe Seattle sabía esto. Consciente del abismo que separaba su mundo del civilizado, habla de la vida en ciudades, cuya vista «hace doler los ojos al hombre piel roja», donde el ruido «parece insultar los oídos» y donde «el hombre blanco parece no sentir el aire que respira. Al igual que el hombre muchos días agonizante se ha vuelto insensible al hedor».

 

«No comprendo», «el hombre blanco no comprende», repite una y otra vez mientras insiste, exige, pero en realidad suplica que, una vez en posesión de las tierras, el extraño blanco respete el mundo tal como lo ha vivido el piel roja. Y, en medio de un último párrafo mechado de observaciones de dudosa autenticidad, como las que afirman que «nuestro Dios es su mismo Dios» y «en vuestra hora final os sentiréis iluminados por la idea de que Dios os trajo a estas tierras y os dio el dominio sobre ellas y sobre el hombre de piel roja con algún propósito especial», advierte: «debéis enseñar a vuestros hijos lo que nosotros hemos enseñado a los nuestros: que la tierra es nuestra madre. Todo lo que afecta a la tierra afecta a los hijos de la tierra. Cuando los hombres escupen el suelo, se escupen a sí mismos […] Si contamináis vuestra cama, moriréis alguna noche sofocados por vuestros propios desperdicios […]»

 

Como en una profecía autocumplida, los descendientes del jefe Seattle y el resto de la humanidad vivimos en la actualidad serios desórdenes climáticos por obra del calentamiento global, producto de la actividad humana. En estos tiempos resuenan como nunca sus temores de lo que puede suceder «cuando los búfalos hayan sido exterminados, los caballos salvajes domados, cuando los recónditos rincones de los bosques exhalen el olor a muchos hombres y cuando la vista hacia las verdes colinas esté cerrada por un enjambre de alambre parlantes. ¿Dónde está el espeso bosque? Desapareció. ¿Dónde está el águila? Despareció. Así termina la vida y comienza la supervivencia».

 

Resuena de igual moodo el mandato recibido por el Sioux Oglala Alce Negro de difundir la profecía de la Mujer Cría de Bisonte Blanco y la entrega de la pipa sagrada a su pueblo, pues mientras la historia «sea conocida y el Calumet [3] esté en uso, nuestro pueblo vivirá pero, a partir del momento en que se olvide, nuestro pueblo ya no tendrá centro y perecerá».

 

Ni la carta del jefe Seattle ni las historias de Alce Negro, recopiladas por John Neihardt en su libro Alce Negro habla, han caído en el olvido.

 

Notas del editor:

1. Al no existir una lengua escrita, la ortografía es bastante libre y se utilizan distintas versiones de las voces nativas.

2. Seattle, ubicada en el estado de Washington, es su ciudad más poblada.

3. Calumet, nombre dado por los europeos a la pipa sagrada que circulaba en los consejos tribales de América del Norte.

 

Fuentes:

Thomas Barfield (editor), Diccionario de antropología, Siglo XXI Editores, México, 2000.

José Ferreter Mora, Diccionario de filosofía abreviado, Edit. Sudamericana, Buenos Aires, 1981.

Sapa Hehaka, Les rites secrets des indiens sioux. Textes recueillis et annotés par Joseph Epes Brown, Edit. Payot, Paris, 1953.

Carlos Martínez Sarasola, De manera sagrada y en celebración. Identidad, cosmovisión y espiritualidad en los pueblos indígenas, Editorial Biblos, Buenos Aires, 2010.

Bernardo Nante, La sombra de la Rosa y la rasgadura del velo. Una lectura apócrifa de Borges, Edit. El hilo de Ariadna, Buenos Aires, 2023.

John G. Neihardt, Black Elk speaks. Edit. William Morrow, Nueva York, 1932.

R, Thevenin - P. Coze, Moeurs et histoire de Peaux Rouges. Nouvelle édition abrégée. Ouvrage couronnée par l´Académie Francaise, Edit. Payot, Paris, 1952.

 

* Especial para Hilario. Artes Letras Oficios


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