Vasos que sudan.

Con algunas huellas debidas al paso del tiempo y su uso, he aquí el inspirador del presente artículo. Fotografía: Adela Schäffner.



Botijo español. En Description méthodique du Musée Cerámique de la Manufacture Royale de Porcelaine de Sèvres. Par MM. A. Brongniart et D. Riocreux. Paris. 1845. Pl. XXII, Fig. 2.



Irina Podgorny

(Quilmes, Argentina, 1963).


Historiadora de la ciencia. Doctora en Ciencias Naturales (Universidad Nacional de La Plata, Argentina). Investigadora Principal del CONICET en el Archivo Histórico del Museo de La Plata. Profesora Invitada en universidades y otras instituciones nacionales e internacionales. Presidente de la Earth Science History Society (2019-2020), desde 2021 es miembro del Consejo de la History of Science Society (HSS), donde está a cargo de su comité de Reuniones y Congresos.


Autora de numerosos libros, este año publicó Florentino Ameghino y Hermanos. Empresa argentina de paleontología ilimitada (Edhasa, Buenos Aires, 2021) y Los Argentinos vienen de los peces. Ensayo de filogenia nacional (Beatriz Viterbo, 2021). Sus artículos se han publicado entre otras revistas en Osiris, Science in Context, Redes, Asclepio, Trabajos de Prehistoria, Journal of Spanish Cultural Studies, British Journal for the History of Science, Nuncius, Studies in History and Philosophy of Biological and Biomedical Sciences, Museum History Journal, Journal of Global History, Revista Hispánica Moderna, etc.


Asidua colaboradora de la Revista Ñ, dirige la Colección "Historia de la ciencia" en la editorial Prohistoria de Rosario, donde en 2016 se publicó el Diccionario Histórico de las Ciencias de la Tierra en la Argentina, gracias a un proyecto de divulgación científica del CONICET.


Sus publicaciones pueden consultarse: AQUÍ


Por Irina Podgorny (*)

Esta historia empieza en un almacén de la Asociación FAMILLE, SOLIDARITÉ ET CULTURES sito en el Boulevard de la Liberación de la ciudad de Marsella. O un poco antes, es cierto, en una mañana de lluvia torrencial, imposible para un paseo sin impermeable ni protección de ningún tipo, en una pausa de esa excursión que iba en dirección al Museo de Historia Natural de la ciudad. Un recorrido -no se sabía aún- marcado por la administración del agua.

 

El Museo de Historia Natural se encuentra ubicado en el ala norte del magnífico Palacio de Longchamps, el ala gemela de aquella donde, enfrente, se halla el Museo de Bellas Artes. Se trata de un palacete inaugurado en 1869 para celebrar el fin de los problemas derivados de la sequía que asolaba a este puerto provenzal.  Gracias a una obra de ingeniería que permitió transportar el agua del río Durance a las viviendas de los marselleses, tras más de 30 años de trabajos, un complejo entramado compuesto por 85 kilómetros de canales y tuberías subterráneas logró suministrar agua a esta ciudad, donde el mar reina pero el agua potable, falta. Por eso, para conmemorar este hito, se decidió construir el Palacio Longchamps al final de la avenida del mismo nombre en los altos del barrio de Les Cinq Avenues. El encargado fue el arquitecto Henri-Jacques Espérandieu (1829 - 1874) quien lo diseñó como una verdadera oda al agua, tal y como se refleja en las esculturas alegóricas de la fertilidad y la abundancia. Este conjunto de inspiración barroca está compuesto por una majestuosa columnata y una fuente central conocida como Chateau d’eau o Castillo del agua. La fuente escenifica un carro tirado por toros que transporta uvas y trigo y sobre él se alzan tres figuras femeninas, un símbolo de la vida, con caídas y cascadas cuyo ruido hacía que la lluvia de ese día sonara más terrible de lo que realmente era. Aunque para entonces, tampoco importaba mucho: en Liberación, la asociación solidaria vendía paraguas por un par de monedas y, por el mismo precio, un poco más adentro, se conseguían juguetes, ropa, antigüedades, libros, ollas y cristalería. Abundaban, asimismo, los estantes repletos de cerámica, loza y porcelana de todo tipo, color y gusto, una de las tantas perdiciones humanas, un signo de vida sedentaria y un enemigo declarado de las valijas y de los viajes en avión. Entre el maremágnum de objetos regalados a la caridad y a la espera de sus nuevos dueños, sobresalía un botijo, un búcaro cilíndrico, de terminación vidriada, marmolado en tonos cremas y marrones. Seguramente provenzal, aparentemente algo añoso. Con esa cosecha compuesta por un paraguas y un botijo bajo el brazo, volvimos a Cassis.

 

“¿Cómo se llama esto en inglés?”- preguntaron al día siguiente los compañeros angloparlantes de la Fundación Camargo. “Botijo”- respondió la  versión de Wikipedia en ese idioma, confirmando el origen español del objeto. (1) Pero, sin embargo, a los francófonos les dijo otra cosa: “gargoulette”, un nombre que ratificaba, en cambio, su impronta mediterránea y provenzal. La enciclopedia también los llamaba cachucho, piporro, pirulo, peche y rallo, olvidándose de “vaso ydrocerámico”, un vocablo hoy en desuso e inventado en 1809 por Jean Fourmy, un ceramista de París. Una palabra que se vincula  a los estudios y experimentos llevados a cabo en los inicios del siglo XIX donde la física y la química de los materiales se combinaban con la producción de loza a gran escala y la posibilidad de dominar las tecnologías que garantizaran el enfriamiento de los líquidos.

 

“YDROCÉRAME”, el neologismo de Fourmy, estaba compuesto por dos palabras de procedencia griega: “Ydros” que se refería al sudor, y keramos, a las vasijas de barro. Con ello se designaba a la familia  de vasos que sudaban y a cualquier recipiente de tierra cuya permeabilidad lo habilitara a refrigerar sus contenidos gracias a la propiedad de enfriar mediante el mecanismo de trasudación.

 

 

Recipiente vidriado con el asa y los dos orificios en  el tramo superior; la boca para cargar y el pitón -más pequeño-, para beber. Fotografía: Adela Schäffner. 

 

Cuando el mineralogista y químico Alexandre Brongniart (1770-1847) en 1844 publicó su Traité des arts céramiques ou Des poteries considérées dans leur histoire, leur pratique et leur théorie, este retomó la clasificación de Fourmy pero le agregó un H y una explicación que recordaba la distribución de las plantas según las zonas climáticas del globo: un Hydrocérame era un tipo de cerámica que se podía encontrar en los climas donde la temperatura más baja oscilaba en un promedio de 15  grados pero también donde podía elevarse mucho más allá de los 30. Este tipo de vasos tenía la propiedad de hacer descender la temperatura de los líquidos allí guardados hasta unos 8 grados con respecto al ambiente.  El nombre dado por Fourmy servía, como en geología y en mineralogía, para resumir en un solo vocablo todas las denominaciones regionales y, de esta manera, mostrar que se trataba de una tecnología compartida por regiones diferentes dominadas por un mismo problema. De la India a Andalucía, pasando por Egipto y la zona tórrida del continente americano, con detalles en la fabricación que marcaban su origen, todos, sin embargo, compartían una característica: presentaban una gran superficie que favorecía la evaporación rápida que refrescaba el agua evitando que pasara al estado gaseoso. El secreto: la porosidad de la pasta, lograda por la adición de arena fina, cerámica cocida, margas arcillosas, la cochura a baja temperatura, la incorporación de sustancias luego destruidas por la cocción. Entre ellas, la sal que, al disolverse dejaba la pasta llena de vesículas pequeñas. Las formas eran tan variadas como los nombres que se usaban en las geografías más distantes; singulares en más de un caso pero siempre respetando el principio de extender la superficie para lograr la evaporación rápida del agua.

 

Uno de los primeros en desmenuzar la fabricación de estas vasijas había sido el ciudadano Louis Lasteyrie quien en 1797 publicó una memoria sobre las alcarrazas españolas en el Journal des Mines, antes leída en la Sociedad Filomática francesa. Se trataba de esas vasijas que se fabricaban en varias regiones del país vecino, mayormente caracterizadas por su banco grisáceo. Madrid se proveía de ellas en Anduxar, Andalucía, pueblo que obtenía la tierra para modelarlas en el arroyo Tamasuro. Según Lasteyrie, era una forma importada por los árabes y todavía se usaba en Egipto y en otras zonas de África y Asia, las Indias orientales, Siria, Persia, China. En cambio, se las desconocía en Sicilia y también en Francia. Decía Lasteyre: 

 

“A pesar de la vecindad y las relaciones con España, ningún viajero se ha encargado hasta ahora de difundir el procedimientos empleado en su fabricación de este elemento cuya introducción sería extremadamente útil para nuestro país, no solo para refrescarse cuando hace calor sino también por una cuestión de salud”.

 

A raíz de ello, Lasteyrie se había informado sobre la manera exacta empleada para fabricar las alcazarras (2), había traído, además, unas cuantas para exhibirlas a sus compatriotas junto con las muestras de la tierra utilizada, ejemplos que el ciudadano Darcet analizó químicamente. Como resultado se comprobó que los materiales existían en el suelo francés y que producirlas no sería oneroso.  

 

Lasteyrie no fue el único en proponer la importación a Francia de los métodos refrigerantes usados en otros países del Mediterráneo. El historiador de la ciencia Patrice Bret, uno de los estudiosos de la expedición de Napoleón a Egipto (1798-1801), ha mostrado que una de las tecnologías más observadas por los franceses en ese territorio fue precisamente la que le permitía a los locales mantener el agua fresca en un clima tan abrumador como el del desierto africano gracias a su guardado en “bardaks” o “qollehs”. En Egipto, el matemático y geómetra Louis Costaz (1767-1842) se dedicó a estudiar sus características térmicas que luego presentó en París en un debate de la Sociedad para el fomento de la industria nacional creada en 1801. Por su parte, Pierre Rouyer (1769-1831), el farmacéutico en jefe de la expedición, publicó un estudio histórico y químico de las artes cerámicas egipcias destacando “las ventajas que la adopción de la cerámica destinada a refrescar el agua reportaría para Francia”. Poco después, en 1802, un naturalista volvería a exhibir una alcazarra española y una bardaca egipcia para su análisis por los científicos parisinos. Sería en este contexto que Fourmy inventaría el nombre de “ydrocerámica” para reunir a todas las formas conocidas de vasos refrigerantes, lanzándose a la fabricación de los mismos.

 

Brongniart, mientras tanto, con ojo de geólogo aplicado, se dedicó a fomentar la creación del museo de cerámica de  la fábrica de porcelana de Sèvres publicando su catálogo en 1845 que incluía varias formas de vasos que sudan procedentes, en este caso, de España, Portugal y Egipto.

 

A fines del siglo XIX la gargoulette ya formaba parte de la cultura material de la Provenza, y aunque algunos la pretenden de raíz local, esta historia que empezó en un día de lluvia parece indicar que su difusión coincide con el período de las grandes obras de ingeniería hidráulica celebradas por el Palacio de Longchamps. Esas que llevaron el agua a las casas de Marsella.  

 

 

Notas:

1. Botijo: Vasija de barro poroso que se usa para contener agua y beber de ella. Tiene un asa en la parte superior y lleva a un lado una boca por donde se llena y en la parte opuesta un pitón para beber. El botijo vidriado, también llamado de invierno, es utilizado hoy preferentemente como objeto de decoración. (Hemos respetado las palabras en itálica como estaban en el original) En Alfares y alfareros de España. Por José Guerrero Martín. Ediciones del Serbal, Madrid, 1988, p. 279.  

2. Alcazarra: Vasija de barro cocido y poroso que, merced a la evaporación del agua que rezuma, enfría la que queda dentro. José Guerrero Martín: ob. cit. 1988, p. 277.

 

* Escrito en Buenos Aires y en recuerdo de las charlas en la Fundación Camargo, en Cassis, Francia. Especial para Hilario.

 


Suscríbase a nuestro newsletter para estar actualizado.

Ver nuestras Revistas Digitales