Tutankamón: Un hecho fotográfico

Howard Carter (1874 – 1973), el egiptólogo inglés que alcanzó renombre mundial ante el hallazgo de la tumba de Tutankamón. Aquí, frente al sarcófago. Fotografía de Harry Burton. Gentileza Wikimedia.


Objetos ya limpiados y reunidos en el interior de una recámara mortuoria. Registro fotográfico de Harry Burton. Fotografía: Gentileza Wikimedia.


Cubierta del libro escrito por la especialista Christina Riggs; una nueva mirada sobre la obra del fotógrafo H. Burton.



Irina Podgorny

(Quilmes, Argentina, 1963).


Historiadora de la ciencia. Doctora en Ciencias Naturales (Universidad Nacional de La Plata, Argentina). Investigadora Principal del CONICET en el Archivo Histórico del Museo de La Plata. Profesora Invitada en universidades y otras instituciones nacionales e internacionales. Presidente de la Earth Science History Society (2019-2020), desde 2021 es miembro del Consejo de la History of Science Society (HSS), donde está a cargo de su comité de Reuniones y Congresos.


Autora de numerosos libros, este año publicó Florentino Ameghino y Hermanos. Empresa argentina de paleontología ilimitada (Edhasa, Buenos Aires, 2021) y Los Argentinos vienen de los peces. Ensayo de filogenia nacional (Beatriz Viterbo, 2021). Sus artículos se han publicado entre otras revistas en Osiris, Science in Context, Redes, Asclepio, Trabajos de Prehistoria, Journal of Spanish Cultural Studies, British Journal for the History of Science, Nuncius, Studies in History and Philosophy of Biological and Biomedical Sciences, Museum History Journal, Journal of Global History, Revista Hispánica Moderna, etc.


Asidua colaboradora de la Revista Ñ, dirige la Colección "Historia de la ciencia" en la editorial Prohistoria de Rosario, donde en 2016 se publicó el Diccionario Histórico de las Ciencias de la Tierra en la Argentina, gracias a un proyecto de divulgación científica del CONICET.


Sus publicaciones pueden consultarse: AQUÍ


Por Irina Podgorny *

En noviembre del año pasado se cumplieron cien años del descubrimiento de la tumba de Tutankamón, uno de los acontecimientos más rimbombantes de la historia de la arqueología del siglo XX, la cual, todavía, no tiene una explicación para semejante entusiasmo.


¿Por qué un faraón muerto en 1137 A.C., a la edad de 18 años, joven, de reinado efímero y de importancia política cercana a cero, tres mil años después de su deceso, alcanzaba una notoriedad rayana en lo incomprensible? La pequeña comunidad de egiptólogos, de hecho, miró con asombro cómo ese descubrimiento de una de las tantas tumbas del Valle de los Reyes, generaba un debate del que participarían no solo millones de lectores sino también el rey Jorge V y el gobierno egipcio.


Por un lado había motivos inherentes al asunto: la tumba no había sido saqueada por los buscadores de tesoros que todo lo desvalijaban para lanzar al mercado momias y brazaletes. Y es cierto, estaba repleta de objetos espectaculares: carros recubiertos de oro, vasijas de alabastro, muebles con incrustaciones preciosas, joyas y la famosa máscara de oro.


Por otro, el trabajo de los arqueólogos se documentó en su totalidad con fotografías, tratándose de una de las primeras excavaciones a gran escala a las que se les dedicaba tanto detalle para confeccionar un registro minucioso del proceso de remoción de los objetos según el ejemplo promovido desde hacía dos décadas por William Flinders Petrie (1853-1942). Este se había plasmado en “Métodos y propósitos en la arqueología”, considerado el primer manual de trabajo de campo en lengua inglesa que, publicado en 1904, pronto se tradujo en la Argentina en una edición de 1907 del Museo de La Plata. Traducido para la Biblioteca de Difusión Científica de la Universidad Nacional que, desde 1906, estaba situada en la capital de la Provincia de Buenos Aires, apuntaba a mejorar la arqueología hecha en el país. Félix Outes (1878-1939), secretario de publicaciones del Museo, consideraba que “las numerosas observaciones si bien realizadas en su mayor parte en la cuenca del Nilo, pueden ser aplicadas, sin inconveniente alguno en todos los países donde se desee que las investigaciones prehistóricas se realicen con conciencia y siguiendo procedimientos rigurosamente científicos; fuera de que ciertos capítulos debieran transformarse en el Evangelio de los arqueólogos profesionales.”


En ese manual, Petrie defendía la importancia de registrar por escrito, en dibujos, planos y fotografía los distintos momentos de la excavación y los hallazgos resultantes para que estos no quedaran sin contexto. Recordemos: excavar destruye de una vez y para siempre, el continente donde se albergan los objetos del pasado, a tal punto que algunos la han comparado con la lectura de un libro que se destruye al dar vuelta la página. La fotografía, los planos, los dibujos -planteaba Petrie- debían ayudar, por un lado, a recrear ese libro destruido y, por otro, a crear “antigüedades portátiles”, livianas y transportables, las cuales, en escala reducida o ampliada, llevaban a las dimensiones del papel las cosas que, en realidad, tenían tres. Sin ello, los museos y la misma arqueología generarían meros “osarios de pruebas asesinadas”. No sorprende entonces que, para 1920, la fotografía estuviese integrada a los proyectos que contaban con los recursos suficientes para pagar los costos implicados.


Desde ese día de noviembre de 1922 en esa ubicación del Valle de los Reyes, en Egipto, las recámaras mortuorias se examinaron con paciencia mientras los objetos allí acumulados se describían con parsimonia. Finalmente, en octubre de 1925, los investigadores dieron con el cuarto que contenía el sarcófago que se volvería el ícono de la egiptología y de la fascinación por el pasado faraónico. Como Hans Ulrich Gumbrecht recuerda en su libro 1926, la discusión pública acerca de la legitimidad de “molestar” a los muertos ya estaba planteada pero, a fines de 1925 con la aparición del sarcófago y la momia, surgió la pregunta sobre qué hacer con los despojos del fenecido. ¿Regresarlo a su estado “original”? ¿Llevarlo a un museo en El Cairo? ¿A Nueva York? ¿A Londres?


De hecho, antes de confrontarse con el cuerpo del muchacho, hubo que abrir los cuatro ataúdes y las telas de lino que contenían al embalsamado, cosa que ocurrió en la campaña de 1925-1926, un año -según Gumbrecht- marcado por una vorágine de experiencias que indujeron a sentir que se vivía al filo de la historia. Un mundo en el que la velocidad parecía la esencia misma de la vida, un año sin expectativas, donde el boxeo y el cine se mezclaban con el turismo multitudinario para configurar una cotidianeidad y sensibilidad que, para entonces, ya confundía las escalas del tiempo y el espacio. La industria discográfica, las grabaciones, mezclaban, en nuestros oídos, las voces del pasado con la tecnología del presente; las películas traían a la vida los movimientos de los muertos, que mirándonos desde la nada, estaban frescos como una lechuga, congelada en blanco y negro. La foto de lo que fue se confundía -y se sigue vendiendo- como la representación de la realidad.


En esos años, en pocos meses, la tumba recibía a más de 12 mil visitantes mientras la prensa se ocupaba de Tutankamón, o mejor dicho de su descubrimiento, creando suspenso, como en un folletín cuya trama iba escribiéndose por un autor impredecible, combinando la crónica científica con el documento visual del trabajo de los egiptólogos.


Estas fotografías, estos medios técnicos del registro, al mismo tiempo que creaban el hecho científico, abrirían el camino que, como se ve en el caso de Tutankamón, lo transformarían en un éxito mundial gracias a la rapidez de las comunicaciones del siglo pasado y a la omnipresencia de las agencias de prensa. Entre 1922 y 1925, las fotos inundaron los periódicos porque, a fin de cuentas, los medios de la arqueología científica, también eran los de la prensa moderna.


Como ha revelado el trabajo de la historiadora británica Christine Riggs, profesora de Historia Visual de la Universidad de Durham, Reino Unido, las imágenes surgidas de ese trabajo de registro más que retratar “la emoción y la tensión del trabajo” son un claro indicio de la creación de esas emociones, una combinación del arte del fotógrafo con las intenciones de Howard Carter (1874-1939), el egiptólogo a cargo de la investigación. Una exposición organizada por el Museo Oriental de dicha universidad y emplazada en la galería al aire libre de la biblioteca Bill Bryson, da cuenta de ello. En varios paneles, se desarrolla la idea que la autora ya planteara en su libro de 2019: Photographing Tutankhamun. Archaeology, Ancient Egypt, and the Archive. En esa obra, Riggs había analizado cómo la fotografía convirtió a Tutankamón en una sensación mundial. Con esta muestra, las fotografías del hallazgo arqueológico más promocionado del siglo XX se exhibirán hasta junio de este año para conmemorar el centenario y con el acento puesto en las imágenes creadas por el inglés Harry Burton (1879-1940), el hombre de la cámara.


La primera fotografía de la tumba data de diciembre de 1922, unas semanas más tarde de haber ocurrido el descubrimiento. Diez años después de esa fecha, las fotos de Burton pasaban las 3000. Pronto llegarían a los diarios, haciéndose tan famosas como el mero hallazgo. Para la mayoría de los lectores, la tumba, Tutankamón, sus ofrendas y las fotos eran una sola cosa, es decir, esas imágenes resultantes del estilo lúcido y detallista de Burton y de las necesidades de documentar paso a paso el trabajo científico. Hijo de un ebanista británico, Burton alcanzó la celebridad cuando, en 1923, el diario The Times publicó 142 de las imágenes sacadas en la tumba de Tutankamón.


Acceso a la tumba de Tutankamón. Fotografía de Harry Burton. Forma parte de una colección de cinco álbumes con 490 imágenes de este hallazgo. Fotografía: Gentileza Wikimedia.


Burton no era un novato en estos asuntos: había empezado a trabajar en Egipto en 1910. En 1914 se integró a la Expedición del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York y en 1922, cuando Carter y Lord George Herbert de Carnarvon (1866-1923) descubrieron la tumba, los servicios del fotógrafo fueron prestados al equipo británico. Por ello existen dos juegos de negativos: uno en la colección del Metropolitan, el otro con los papeles de Howard Carter, en el Instituto Griffith de la Universidad de Oxford.


Burton se había formado en Florencia, trabajando como fotógrafo para el inglés Henry Cust (1861-1940), historiador del arte italiano y primo de Lionel Cust, director de la Galería de Retratos de Londres. Allí conoció al abogado estadounidense Theodore Davis (1838-1915) quien, en 1910, lo contrató para trabajar en el Valle de los Reyes. Cuando el director de campo murió en 1911, Burton le sustituyó, continuando su diario de campaña. En 1912 trabajó en la tumba del hijo de Ramsés III y luego, en la campaña siguiente, en la tumba de Ramsés II. Permaneció en Egipto después de las excavaciones que lo llevaron a la fama, muriendo en 1940 para ser enterrado en el Cementerio Estadounidense de Asiut, la ciudad egipcia ubicada en la margen del Nilo, al sur de El Cairo.


A Burton se le han dedicado varias exposiciones: así, en 1969, el Museo Metropolitano organizó The Pharaoh's Photographer: Harry Burton, Tutankhamun, and the Metropolitan's Egyptian Expedition (El fotógrafo del faraón: Harry Burton, Tutankamón y la expedición egipcia del Metropolitano). Luego, en 2006, la Universidad de Chicago inauguraba Wonderful Things! The Discovery of the Tomb of Tutankhamun: The Harry Burton Photographs (¡Cosas maravillosas! El descubrimiento de la tumba de Tutankamón: las fotografías de Harry Burton). Por otro lado, en 2014, la Universidad de Oxford exhibió varios originales de Burton en la exposición Discovering Tutankhamun, presentando otras fotografías y dibujos depositados en el Instituto Griffith.


Vista parcial de la exposición en la Universidad de Durham. Fotografía: Irina Podgorny.


La exposición de Durham está dedicada a mostrar cómo Tutankamón se convirtió en una sensación mundial gracias a las fotografías y, aunque el fotógrafo no pierde protagonismo, las verdaderas estrellas son las imágenes creadas por Harry Burton durante la década que duró la excavación. Las fotografías de la exposición son más que documentos del descubrimiento de la tumba, o del momento en que los excavadores vislumbraron el conjunto de artefactos, la entrada a la cámara funeraria, la serie de santuarios y ataúdes que protegían al rey, o la momia, envuelta en collares florales y adornada con joyas de oro. La exposición “ilustra”, en cambio, la tesis de Riggs sobre el carácter de estos documentos,


La fotografía, ya lo dijimos, se había vuelto esencial para la arqueología, pero Burton experimentó, además, con la foto a color y con la grabación de documentales, incluyendo varias horas sobre el proceso de excavación. Eligió, asimismo, un formato de placa de 18 x 24 cm para obtener una imagen precisa que podía imprimirse a ese tamaño. Al examinar los tipos de fotografías y cómo las utilizó, esta exposición sitúa el descubrimiento de Tutankamón en su contexto histórico y se pregunta cómo marcaron la forma de pensar sobre el Egipto antiguo y moderno. De este modo, se aleja de Burton como autor y reflexiona sobre los medios que configuran nuestra subjetividad, incluyendo la del fotógrafo y la del Sr. Carter, el egiptólogo responsable del hallazgo.


Los objetos aparecen ya numerados para favorecer el estudio de los arqueólogos. Fotografía: Harry Burton. Gentileza Wikimedia.


Varios de los paneles muestran cómo eran numerados los objetos para que los centenares encontrados en cada cámara mortuoria no se transformaran en cadáveres inútiles para la ciencia, la pesadilla de Petrie. Carter encargó a una imprenta del Cairo la confección de unas tarjetas en cartón con números impresos en gran tamaño de manera tal que, luego, pudieran verse en las tomas que Burton hacía de los conjuntos de las cosas a medida que eran descubiertas. Ese número era el que se les adjudicaba en las notas de campo y en los catálogos resultantes. Estos objetos, una vez limpios y restaurados, se volvían a fotografiar acompañados por la misma tarjeta numerada, creando la ilusión de orden y de un proceso que, en teoría, era reversible: es decir, si se hubiese querido, la tumba se podía volver a montar tal como estaba antes de ser desarmada. No solo eso: el retiro de las cosas hecho de este modo, creaba la ilusión de repetir, en sentido inverso, la acción de depositar las ofrendas que había ocurrido tres milenios antes del presente. El orden numérico remitía a la estabilidad -efímera- del instante y se alejaba del peligro omnipresente de derrumbe.


Sacar una foto, lejos de una relación directa, instantánea o espontánea con el objeto, implica un montaje para obtener una visión clara de lo que se quiere fotografiar.  En el caso de Tutankamón, Riggs recuerda las estructuras o plataformas construidas por los carpinteros egipcios para que Burton pudiera tomar las fotos en altura y desde arriba. Otros paneles muestran las distintas tomas del mismo objeto para enfatizar que la fotografía es también ensayo y error, una búsqueda del ángulo y de la luz que revelen esa esencia que no existe pero que la cámara, de alguna manera, contribuye a consolidar como real.


Riggs señala que Burton, en aras de dar protagonismo a los objetos, maximizando la luz y suavizando las sombras, fotografiaba desde arriba. Colocaba los artefactos sobre una lámina de vidrio esmerilado que estaba sostenida por un marco de madera y que, al imprimir, descartaba de la imagen revelada. Y de hecho, aunque las primeras fotografías parecen retratar el momento del descubrimiento, estas, como dijimos, fueron realizadas un par de semanas más tarde, cuando la cámara funeraria no solo estaba “limpia” y preparada para la inmortalidad de la foto sino también equipada con electricidad para que el fotógrafo pudiera trabajar. Más aún: los agujeros hechos para entrar (y salir) se habían tapado con una canasta redonda para aparentar algo que ya no era: una tumba sellada.


Para esta exposición, financiada por la Academia Británica y la Universidad de Oxford, el Instituto Griffith editó más de dos docenas de escaneados a partir de los negativos de Harry Burton que guarda en sus archivos. Una exposición sin dudas muy interesante y oportuna. Un ayuda memoria para que no olvidemos que las imágenes que tomamos por reales siempre son el resultado de la técnica y que de eso se trata ser humano, el ser más artificial del planeta.


* Especial para Hilario. Artes Letras Oficios


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