Historia de la platería argentina

Mate virreinal porteño. Plata y oro. Buenos Aires. Finales del siglo XVIII. VER


Grabado holandés con el Cerro Rico y a sus pies, la ciudad de Potosí. Apreciemos la mirada fantasiosa de Europa sobre nuestra América profunda. Impreso hacia 1728. 



Par de espuelas de plata. Punzón: Machado. Su autor tenía el taller en Buenos Aires en 1851, lo localizamos en la “Guía de la Ciudad de Buenos Aires y manual de forasteros” de ese año.



Sequil. Bonce y plata. Ajuar femenino mapuche. Argentina o Chile. Principios del siglo XX.



ROBERTO VEGA ANDERSEN 

(Tres Arroyos, 1956)


Argentino. Periodista, editor y curador. Ha organizado y curado numerosas exposiciones en Argentina, Alemania, Chile, España, Estado de la Ciudad del Vaticano, Estados Unidos de Norteamérica, Italia y Japón. Fue el fundador y director de las publicaciones Manos Artesanas y Nuestra Platería. Como editor y o coautor ha publicado las siguientes obras: El apero criollo, arte y tradición (2000); El Poncho, arte y tradición (2001); El apero criollo en las tierras del Plata y en América (2002); El Mate en América (2004); El gaucho y su cuchillo (2005); Juan Manuel de Rosas y los bloqueos al Río de la Plata de Francia e Inglaterra (2008); Platería desde el período precolombino hasta la actualidad (2010); Argentina. Il gaucho, tradizione, arte e fede (2013) y Un viajero virreinal. Acuarelas inéditas de la sociedad rioplatense (2015). 


Para Fomento Cultural Banamex, formó parte del staff curatorial para la exposición Grandes Maestros del Arte Popular Iberoamérica, y como asesor académico colaboró en la exposición América Tierra de Jinetes. Colaboró con textos de su especialidad en los libros editados con motivo de ambas exposiciones.


Actualmente dirige en Buenos Aires, Argentina, la librería anticuaria, galería y casa de subastas Hilario. Artes Letras Oficios.


Por Roberto Vega Andersen *

Testimonios de uso precolombino en el Noroeste

 

En el actual territorio argentino, el uso de la plata entre sus poblaciones originarias se manifestó especialmente en la región andina del centro y norte, donde las culturas locales desarrollaron las técnicas necesarias para elaborar algunos artefactos de alcance ideológico -representaciones de poder- y sobre todo, ritual. Los estudios arqueológicos indican que el primer metal empleado por estas sociedades prehispánicas fue el oro, y antes que dominaran la aleación del bronce, utilizaron cobre y oro, y cobre y plata. Como se puede apreciar, el gran ausente fue el hierro, que en principio se reutilizó luego de su llegada en los barcos de la conquista europea.

 

Y acá quiero hacer un paréntesis, ya que por omisión el hierro fue un gran protagonista en la evolución de la platería hispanoamericana, especialmente en la de uso rural y ecuestre. Los numerosos artefactos de hierro que vinieron a América -me detengo un segundo en los avíos de montar, estribos, espuelas, frenos o bocados, hebillas, argollas...-, eran aquí sustituidos por sus variantes hechas en plata. El hierro también llegaba transportado en las bodegas de los barcos en forma de barras y considerado un bien estratégico -se lo utilizaba para forjar armas y herramientas- las autoridades virreinales controlaban su uso. De modo que, para elaborar un par de estribos, hasta podía resultar menos oneroso y enojoso, hacer los mismos en plata.

 

Abundando en esta idea, en la búsqueda del hierro como metal, en nuestro país se llegó a utilizar el hierro meteórico, extraído de la región chaqueña que hoy conocemos con el nombre de “Campo del Cielo”, donde una lluvia de meteoritos dejó su huella.

 

Retomemos ahora el camino de la platería nativa elaborada antes de la llegada de los españoles. Los testimonios más antiguos pertenecen a las sociedades formativas o tempranas -hablamos de un período que va del 1000 a.C. al 400 a.C.- con láminas de plata martillada -o batida, como se denomina esta técnica en la orfebrería-, recortada y repujada, formando la representación de serpientes de dos cabezas, con pequeños detalles ornamentales, y también, aros, brazaletes y otros adornos hechos en oro y en plata.

 

En la evolución de estas culturas, se evidencia la adopción de nuevas tecnologías, más avanzadas, las que fueron logradas por propio desarrollo, por intercambios económicos o por apropiaciones, fruto de las guerras tribales. Y finalmente, dominaron el bronce -una aleación de cobre y estaño- de gran utilidad para fabricar diversos enseres como utensilios de uso ceremonial; grandes placas, en general en forma de disco y menos frecuentes, rectangulares; campanas, hachas, orejeras, pectorales, y también herramientas diversas.

 

Adorno cefálico. Lámina de oro. Período Tardío. Museo Etnográfico Juan B. Ambrosetti. Buenos Aires.  Fotografía: Fuego de los Dioses. Los metales precolombinos del Noroeste Argentino. Fundación CEPPA.



Tal desarrollo sufrió un fuerte impacto con el arribo de los incas a nuestro territorio norteño -avanzaron hasta la región de la actual provincia de Mendoza- en los inicios del siglo XVI, unos ciento treinta años antes de que llegaran los primeros españoles. Esta ocupación territorial protagonizada por una sociedad más avanzada, organizada y militarizada tuvo su correlato en la metalurgia local.

 

Disco de bronce. Cultura Santa María. Período Tardío: 900 d.C. al 1400 d.C. Museo Nacional de La Plata. Fotografía: Fuego de los Dioses. Los metales precolombinos del Noroeste Argentino. Fundación CEPPA.



Se ubicaron más yacimientos mineros, se adoptó el uso de hornos móviles -llamados huayras- y en los talleres locales se atendió una nueva demanda. Se elaboraron entonces los cuchillos ceremoniales -los tumis-, los keros o vasos -también de uso ceremonial, especialmente los construidos en plata- y unos pequeños idolillos de oro y plata con formas humanas y de camélidos, los que fueron localizados en los sitios ceremoniales de altura, como sucedió en 1999 en la cima del volcán Llullaillaco -con sus 6730 metros sobre el nivel del mar-, en la provincia de Salta, donde se ubicaron los restos de una niña y un niño, y una joven -testimonios de la práctica de sacrificios rituales llevados a cabo en tiempos de la ocupación incaica- acompañados por distintos elementos, entre ellos, las pequeñas figuras escultóricas de camélidos -llamas y vicuñas-, textiles, una cuchara de madera, hojas de coca... El yacimiento había sido estudiado décadas antes, con la extracción de unas estatuillas de estos animales que se conservaban en el Museo Etnográfico de la Universidad de Buenos Aires.

 

Los testimonios hallados en 1999 dieron origen al Museo de Arqueología de Alta Montaña de Salta, donde se preservan y exhiben con el más alto rigor científico, y donde se ha avivado una polémica ante el reclamo de organizaciones indigenistas coyas que piden su devolución a sus lugares de origen, totalmente opuestas a esta profanación -a su entender-, aunque la misma tenga un carácter científico.

 

Los hornos observados por los cronistas: las huayras. Fotografía: Fuego de los Dioses. Los metales precolombinos del Noroeste Argentino. Fundación CEPPA.


 

La platería mapuche

 

Más hacia la región meridional de nuestro territorio, encontramos distintos poblamientos que habitaban la llanura central y la meseta patagónica, desde la costa atlántica hasta los contrafrentes de la cordillera. Estas naciones originarias sobre las que no lograron avanzar los incas fueron finalmente asimiladas en buena parte por los mapuches, cuyos herederos habitan hoy suelo chileno y argentino.

 

En cuanto a los datos más remotos sobre el origen de la platería mapuche en el extremo meridional de América del Sur, hay que dividir su uso en femenino y masculino, siendo más temprano el primero.

 

Según las crónicas disponibles se sabe que las mujeres mapuches utilizaron alhajas de metal (plata o bronce, y también latón reutilizando piezas traídas por los españoles, elaboradas en esta aleación de cobre y cinc) desde al menos las postrimerías del siglo XVI y los inicios del XVII, como lo cuenta el sacerdote jesuita Diego Rosales.

 

También se detiene en ellas el padre Alonso Ortíz de Ovalle, otro jesuita cronista, que alude a los vestidos y abalorios de las mujeres: una manta que tejían en sus telares de horcones, la que "(...) es larga y les coge desde el cuello hasta el suelo, inmediata al cuerpo, sin camisa u otra cosa debajo, prendida a los hombros con punzones de plata que llaman tupo".

 

En cuanto a su evolución temporal, "En el siglo XVIII, los ornamentos en plata irrumpen profusamente en la realidad mapuche. Se generan formas nuevas, complejas, usadas por las mujeres. Los aperos de montar se engalanan con la plata. Los prendedores de grandes proporciones, coronados por discos planos, tupu, se desarrollan durante todo el siglo. Surge el trarilonco de cinta de género con colgajos de plata, el nitrowe con tubos de plata, sus colgantes de campanas. A fines del siglo XVIII aparecen los pectorales o sequil y los trariloncos con cadeneta de plata. Vienen al mundo los aros redondos, trapezoidales, companuliformes. En el sequil, los tubos son reemplazados por placas. Nace la trapelacucha con su cruz colgante." [1]

 

A lo largo de todo el siglo XIX, el desarrollo y ocaso de esta cultura también se reflejó en la disponibilidad de obras de plata. Las guerras contra los gobiernos de Chile y Argentina, su carácter trashumante y el retroceso territorial los acorraló en las tierras más meridionales de ambas repúblicas. Este deterioro también se reflejó en la calidad del material utilizado, disminuyéndose la presencia de la plata, que en algunas piezas hasta fue sustituida por el bronce.


El arribo de los españoles y su repercusión en la platería

 

Ya ha abordado este aspecto de la historia, la doctora Paloma Carcedo Muro, de modo que no quiero repetir sus apreciaciones. Sólo transmitir un par de conceptos generales para situarnos en época dentro de este relato cronológico.  Con el arribo de los europeos, sedientos por apropiarse de los tesoros elaborados en estos metales preciosos, la vida comunitaria de los pueblos nativos cambió drásticamente. A los primeros saqueos de obras ya elaboradas le sucedió la expoliación de los yacimientos, siendo particularmente transformador el descubrimiento de las vetas argentíferas en el llamado Cerro Rico de Potosí. En la base de aquella montaña "de plata" se levantó una Villa Imperial que en pleno siglo XVII sumaba unos 160.000 habitantes superando las poblaciones de Lima, Madrid y París.

 

La minería incorporó con celeridad nuevos métodos de trabajo; por ejemplo, los hornos móviles, los llamados huayras, que colocados en los cerros permitían que la mena natural se derritiera por el calor dando paso a la plata pura. Fueron sustituidos por el uso del mercurio, el que se localizó en importantes volúmenes en Huancavélica (Perú), cuya unión con el reservorio de plata de Potosí fue celebrado por el virrey Toledo calificándolo como “el casamiento más importante del mundo”.

 

En plena expansión de la economía, la sociedad virreinal en general se acondicionó a esta nueva realidad. En tanto que las familias más acomodadas acrecentaban sus riquezas con celeridad, miles de aborígenes consumían sus vidas ingresando a diario por los socavones de la mina potosina, y otros miles de vaqueros de los llanos rioplatenses viajaban hacia el Alto Perú trasladando las recuas de mulas para el transporte del metal. Y en la metrópolis la corona y su complejo andamiaje administrativo disfrutaban de una primavera económica usufructuando los cargamentos de plata "quintada" que arribaban a sus puertos a través de los galeones. Explico que por quintada me refiero a aquella producción que había abonado el impuesto, el quinto real, un veinte por ciento de su valor de mercado, un recurso que alimentaba las arcas del reino de España.

 

Este circuito legal tenía su correlato en el derrame de un porcentaje del metal extraído, plata contrabandeada, que circulaba hacia los pequeños talleres ya por entonces establecidos en buena parte del Virreinato del Perú, incluso en la distante y empobrecida aldea de Buenos Aires.


La platería virreinal en el territorio argentino

 

No se conservan obras del escaso consumo de la platería hispanoamericana en nuestro actual territorio en los siglos XVI y XVII -producida mayoritariamente en suelo peruano y altoperuano-, pero sí aparecen en las testamentarias y archivos eclesiásticos de la época, donde los inventarios de bienes detallan las obras llegadas desde aquellas tierras. Estas referencias se tornan más abundantes a medida que transcurren los años, y han sido anunciadas en los estudios clásicos sobre la historia de la platería argentina donde encontramos en esas descripciones -fechadas en el siglo XVIII también- obras de carácter religioso y civil, como mates y hasta “calentadores de agua para yerba”, las famosas pavas con hornillo elaboradas en los talleres limeños.

 

Ya en el último cuarto del siglo XVIII, un acontecimiento político sacudió la modorra de la sociedad rioplatense. En 1776, la corona hispánica decidió avanzar con la transformación de los territorios ultramarinos en la América Meridional y creó el Virreinato del Río de la Plata, incluyendo en su seno la Banda Oriental, el Paraguay y el Alto Perú, con el Cerro Rico de Potosí en pleno retroceso productivo, ya diezmadas sus vetas más ricas.

 

Este cambio incentivó la llegada al Río de la Plata de un poderoso grupo de españoles y criollos vinculados a las esferas de poder, formando una clase acomodada que, a su vez, impulsó la producción de artefactos elaborados en plata para el uso domiciliario, como candeleros, candelabros, palmatorias, lámparas, fuentes, platos, jarras, sahumadores y mates, entre otras obras. 

 

Dicha demanda provocó la diversificación de los artefactos elaborados en los talleres, hasta ese tiempo preferentemente orientados al uso litúrgico en las iglesias y en el culto privado. La religión siempre fue un importante dinamizador de la producción de piezas de plata a través del encargo de cálices, copones, cruces con resplandor y cantoneras, chapas votivas, frentes de altar y otros varios utensilios de carácter sagrado.

 

Pero fue en la siguiente centuria cuando la demanda evolucionó hacia otro estadio más alto. El inicio del proceso revolucionario derivó en una inevitable Guerra de la Independencia, y vencidos los realistas, se vivió una seguidilla de conflictos internos que por décadas no permitió un armónico desarrollo institucional del país. Sin embargo, estos conflictos militares le dieron protagonismo social a un poblador rural especializado, como lo fue aquel vaquero responsable de conducir miles de mulas hasta los socavones de Potosí. Criollo de origen europeo y con sangre indígena corriendo por sus venas, se vinculó en aquellos espacios infinitos con los esclavos de las estancias jesuíticas y con los tapé guaraníes -ambos, diestros jinetes-, y hasta con algunos grupos tribales nativos que con celeridad habían adoptado el caballo modificando sustancialmente su organización socio-cultural. En esta hibridación nacía el gaucho en el último cuarto del siglo anterior. Personaje indómito, amante de la libertad, y en mil ocasiones partícipe necesario de las montoneras que enfrentaban a unitarios y federales en los campos de batalla, con ejércitos enjaezados en plata, refiriéndonos a los aperos que hechos en este metal lucían los gauchos soldados, para ganar o morir siempre con honor, y con las mejores galas.

 

Ya retornaremos sobre la figura del gaucho, pero antes quiero detenerme en la llamada platería urbana, de uso civil y religioso. Con la instalación en Buenos Aires de las autoridades virreinales, la sociedad local alcanzó un desarrollo impensado. Se acrecentó el arribo de embarcaciones a su puerto, la actividad económica evolucionó con celeridad y las familias adineradas incorporaron a sus usos cotidianos la demanda de piezas labradas en plata. A la par, lo previsible, ante una demanda en expansión se acrecentó la apertura de nuevos talleres de platería y el rubro entró en un apogeo local que se ha extendido desde fines del siglo XVIII hasta nuestros días. Por supuesto, con sus particularidades en cada época.

 

Templo religioso elaborado en plata. Posee los punzones de autoría y localización, y grabado, su año: “Mz”, “B.A.” y “1834”. Museo Franciscano Fray José María Botero. Buenos Aires. Exhibimos esta obra en la exposición realizada en 2010 en Frankfurt. Tiempo más tarde fue robada.


 

Algunas piezas que se conservan en iglesias, museos públicos y en colecciones privadas llevan ciertos signos de pertenencia que podrían permitirnos hablar de las que llegaron en su tiempo. Por ejemplo, el frontal del altar que ubicamos en la Iglesia Santo Domingo, perteneció al templo de los jesuitas, San Ignacio, pero con su expulsión fue allí trasladado, y se sabe que se lo elaboró en un taller de orfebrería instalado en Chiquitos, Alto Perú. La circulación de bienes y de familias en todo el territorio virreinal fue muy intensa desde las épocas tempranas de la ocupación europea. El comercio unía regiones muy amplias y los envíos de mulas, por ejemplo, desde el sur de Brasil, la Banda Oriental y nuestras pampas, destinadas al traslado de minerales implicaba una generación de recursos financieros que pronto se traducía en la adquisición de otros bienes que eran trasladados en el retorno a las zonas de origen de aquellos empresarios rurales, donde se vendían con nuevas ganancias.

 

Además, desde finales del siglo XIX y a lo largo del veinte, el coleccionismo local fue tras las piezas de la platería virreinal hispanoamericana formando importantes reservorios que, en su amplia mayoría, hoy se exhiben en las salas de los museos públicos. Fiel ejemplo de ello es el Museo de Arte Hispanoamericano Isaac Fernández Blanco, de Buenos Aires.

 

Los estilos en boga en aquellos años -primero el barroco con su inconfundible “horror vacui” (horror al vacío, ornamentando cuanta superficie lisa brindara cada pieza) y luego el rococó, distintivo por sus rocallas ejemplificadas en las veneras-, tuvieron su más excelsa manifestación en los trabajos dedicados al culto católico; nuestro gran investigador, Adolfo Luis Ribera, afirmaba que “no hubo obra civil que pudiera igualarse en esplendor a lo que produjeron los obradores altoperuanos para ornamentar iglesias y capillas.”

 

En los inicios del Virreinato del Río de la Plata, aquellas influencias eran muy fuertes, pero los gustos locales recibieron con beneplácito las sutilezas del estilo neoclásico arribado a principios del siglo XIX. Las superficies lisas, bruñidas, y los detalles de galantería que ofrecían estas remembranzas de las formas clásicas mediante detalles cincelados y burilados, calaron hondo en el consumo de la platería argentina y por largo tiempo le dieron identidad a la producción porteña (llamamos así a la generada en la ciudad de Buenos Aires, aunque hasta la creación de la ciudad de La Plata como capital provincial, el término porteño incluía a la ciudad y a la campaña bonaerense). Podemos advertir este gusto en sahumadores, candeleros, soperas, mates...

 

En nuestro territorio, el marcaje de las piezas poco nos puede ayudar porque lamentablemente son excepcionales las obras antiguas que cuentan con sus punzones de autoría y más raras aún, de localía. Todo ello pese a las ordenanzas virreinales que obligaban a colocar dicha marca; en Buenos Aires el virrey Arredondo así lo dispuso en 1791, y hubo inspecciones en aquella época que confirmaron la ausencia de punzones en las piezas puestas a la venta. Lo propio hizo Juan Manuel de Rosas décadas más tarde. Sin embargo, esta práctica se extendió a lo largo del tiempo, siendo más comunes las obras anónimas que las firmadas, inclusive en el siglo XX.

 

Cosas de gaucho

 

Desde sus inicios el gaucho ejerció la porfía de ser libre, de vagar por la amplia llanura rioplatense disfrutando sus habilidades en el manejo del caballo, en la apropiación de un vacuno cuando el hambre arreciaba, en la amistad entre pares enriquecida en las pulperías compartiendo copas, naipes, bailes, carreras cuadreras, juegos de taba y pato, y payadas...

 

Dar rienda suelta a este frenesí portaba el riesgo de caer en un duelo de facones; costumbre arraigada entre los gauchos, que de niños practicaban una esgrima criolla sostenida por habilidad y coraje. Las disputas en estos duelos se dirimían al primer corte con sangre, y si en la bravura del entredicho uno de los contendientes caía herido de muerte, el que sobrevivía marchaba hacia el desierto buscando protección en alguna toldería amiga. De lo contrario, la cárcel y la leva en un fortín fronterizo eran castigos de similar rigor.

 

Aquel escenario rural se enriquecía bajo el ímpetu de los caudillos locales; en buena parte autoridades políticas y militares de carrera o por obligación, siempre líderes del gaucherío armado que bajo sus órdenes combatía contra los enemigos interprovinciales o extranjeros.

 

Para entonces el gaucho ya había desarrollado su apego a los avíos de montar hechos en plata, al igual que a aquellos utensilios que formaban su vestuario de jinete ganadero, como las espuelas, el rebenque, el centro de la rastra y el cuchillo en todas sus variantes: verijeros, de cintura, facones o dagas, y hasta caroneros.

 

Par de estribos. Punzón: Cándido Silva. Buenos Aires. Mediados del siglo XIX. 



Siempre escaso en cuanto a recursos monetarios, este personaje se las ingeniaba para ir componiendo su apero de montar reluciente en plata. Allí estaban sus ahorros, los que bien se podían perder en una partida de naipes y los que se lucían en el campo de batalla, combatiendo con sus lujos.

 

Este apego a las obras de plata se expandió hacia las capas adineradas, ingresando a la ciudad a través de los hacendados que allí vivían. Paradojas de la historia, en tanto el gaucho era "castigado" por sus gestos de rebeldía, los pobladores acomodados se apropiaban de sus gustos estéticos aplicados al vestuario personal y de su caballo.

 

Las platerías se encontraban en pleno auge y además el oficio se extendía entre los "cuchilleros", los "lomilleros" y las talabarterías. Como es de suponer, los talleres funcionaban en la gran ciudad, en poblaciones más reducidas y hasta en algunos parajes rurales donde la fama del platero convocaba al gaucherío y a la peonada de los alrededores.


Los estilos locales

 

La regionalización cultural y económica del país fue dándole forma a estilos propios, como lo fueron el litoraleño, el porteño, el bonaerense, el cordobés, el cuyano y el norteño. Cada uno con sus particularidades que se proyectaban en los mates, cuchillos, estribos, espuelas, monturas y resto del apero.

 

En sintonía con estas "escuelas" gestadas de modo autónomo, los usuarios expresaban su identidad regional también a través de estas manifestaciones y los plateros acondicionaron su creatividad y habilidades a dichos cánones. Además, copiando tales modelos, la revolución industrial europea fabricaba los mismos utensilios que salían de las manos de un platero, aunque elaborados de modo seriado en aleaciones más económicas, denominadas "metal blanco".

 

Aquellas versiones de precio más accesible tuvieron su manifestación más acabada en la marca Brocqua & Sholberg, con tres locales de venta ubicados en esta parte de América: en Rosario, en Montevideo, Uruguay, y en Pelotas, Brasil.

 

Frente al retroceso del gaucho y en plena competencia con las piezas fabricadas en metal blanco, los talleres pueblerinos y de la campaña sufrieron un fuerte impacto negativo. Sin embargo, en la ciudad irrumpió otro usuario: el inmigrante dispuesto a mimetizarse en la nueva patria. Así nació un gaucho de ciudad, siempre dispuesto a disfrutar de los gustos criollos por la platería, ya enriquecida por pequeñas láminas de oro, caladas, cinceladas y/o buriladas.

 

A lo largo del siglo XX, los propietarios rurales -en general, adinerados- siempre conservaron su interés por los objetos de plata de carácter criollo, asimilando los cambios en los estilos que surgieron bajo la influencia de los plateros venidos de Europa, y también acunado por los gringos acriollados y por los vaqueros que a diario cumplían sus faenas en los corrales de Mataderos.

 

Carlos Daws posa con su flete ensillado. En 1897 fundó «El Fogón», considerado como el primer centro criollo, y su colección dio origen al Museo de Motivos Populares José Hernández. Fotografía: Gentileza Museo José Hernández.



Este resurgir del espíritu criollo alimentó la creación de numerosos Centros Tradicionalistas, donde se aglutinaron los más entusiastas, dispuestos a revivir un tiempo pasado, en un impulso que ha llegado hasta nuestros días; el tradicionalismo de a caballo posee plena vigencia, los concursos de emprendados dinamizan las producciones de platería, de soguería y de textiles tradicionales, y a la par del placer de andar a caballo, se alimentan la poesía tradicional y las danzas folklóricas.

 

Otro fenómeno de relevancia aconteció en la ciudad bonaerense de Olavarría, donde un orfebre de alto vuelo artístico maduró un estilo que supo acuñar el nombre de dicha ciudad: olavarriense. Nos referimos a Dámaso Arce y a sus obras inconfundibles, las que desde hace décadas recrea y difunde el maestro Armando Ferreira, padrino de enseñanza y consejos de una pléyade de orfebres distribuidos por el país, quienes realizan obras al estilo olavarriense sin importar su lugar de residencia, por puro afecto con aquel hombre y con el arte abigarrado de sus cinceles.

 

Y en forma paralela a Olavarría, en un proceso más tardío, la ciudad de San Antonio de Areco donde viviera el protagonista de la obra “Don Segundo Sombra”, de Ricardo Güiraldes -me refiero a Segundo Ramírez, un criollo de ley-, se desarrolló un fenómeno de identificación cultural con el gaucho que hoy atrae a un público local y a turistas extranjeros. En las calles de Areco funcionan numerosos talleres de platería, y de otros oficios artesanales, destacándose el taller museo de Juan José Draghi, un notable orfebre ya desaparecido, cuyos hijos le suceden en el oficio aunque con variantes propias que los distancian de las piezas clásicas de aquel maestro, ejemplos de un estilo arequero, sobrio, sin grandes estridencias con el cincel y con algunos pocos detalles en oro.

 

Cuchillo de cintura. Plata y oro. Punzón: Juan José Draghi. San Antonio de Areco, provincia de Buenos Aires. Hacia 1990. 


 

En una breve recorrida por las expresiones actuales de la platería argentina, hago una mención a las labores en filigrana de la provincia de Jujuy, más próxima al antiguo Alto Perú y a los centros de producción peruana de esta técnica. Y también vale hacer justicia con la platería "pampa". Las distintas etnias reunidas bajo este gentilicio -lo comentamos- cultivaron su afecto por las joyas femeninas también elaboradas en plata y por los arreos de montar realizados en dicho metal. Aquí Silvia Rinque, entre otros, descendiente mapuche, ha desarrollado una recuperación de esta orfebrería con identidad, y sus obras seducen a propios y extraños.

 

Y en esta línea de reconocimiento, quiero detenerme en los orfebres que elaboran una platería de uso civil o religioso al modo de las formas virreinales o las republicanas del siglo XIX. Hoy en día, el prestigio del oficio les permite colocar sus punzones sin mellar las posibilidades de venta. Hace años, salvo los más destacados, los demás artesanos debían apelar a los anticuarios inescrupulosos donde, sin marcaje, las piezas “adquirían” años y se tornaban velozmente en antigüedades... Recuerdo la anécdota de un platero que, al entregar un mate recién hecho por encargo, el comprador lo tiró sobre el piso de césped ubicado delante del taller, para que perdiera con esas fricciones su aire de nuevo. Quería acumularle años con celeridad, y el platero lo echó de su casa.

 

Hacia el coleccionismo

 

En la década de 1990 la platería contemporánea argentina alcanzó un nuevo estadio en su creación protagonizando exposiciones, encuentros y subastas, en un mancomunado esfuerzo por seducir el coleccionismo hasta entonces focalizado en obras antiguas y en menor medida, en piezas "de autor" punzonadas por los grandes maestros, entre los que identificamos a Juan Carlos Pallarols, Juan José Draghi, Avelino Bravo, el ya mencionado Armando Ferreira y Emilio Patarca, otro de los orfebres participantes en ese Seminario.


Juego de chocolatera y jarros de plata. Punzón: Avelino Bravo. Colonia San José, Entre Ríos. Década de 1990.


 

La experiencia rindió sus frutos; los precios de las obras contemporáneas se elevaron, se expandió el universo de compradores y las escuelas y talleres educativos de orfebrería acrecentaron sus planteles de alumnos, tentados por los nuevos bríos. Aunque hubo una reacción del Estado nacional que afectó seriamente la evolución del oficio, con la llegada del gobierno de la Alianza, presidido por Fernando de la Rúa, se restableció la alícuota del 20% por impuesto a los consumos suntuarios. Recuerdo que en aquellos días nos entrevistamos con el Secretario de Políticas Tributarias de la nación, que comprendía el reclamo de los artesanos. ¿Cómo no lo iba a comprender?, era el esposo de la artista plástica Marta Minujín, Juan Carlos Gómez Sabaini... y nada se ha logrado hacer hasta hoy. La actividad artesanal, insisto, artesanal no industrial, sufre este avasallamiento fiscal. Imaginemos que cada obra salida de las manos de un artesano tiene entre sus costos, el 3% por el impuesto a los ingresos brutos, el 21% de IVA, el 20% por suntuarios, el impuesto al cheque, del 0,6 al 1,2%. Una verdadera locura... casi la mitad de su precio de venta; con el resto hay que pagar el metal, las herramientas, el taller y los servicios, quizás algún empleado, y con lo que queda, vivir. Nada fácil, ¿verdad?

 

Con todas estas limitaciones, cómo podemos exigirle a los artesanos plateros, orfebres o joyeros que se comprometan en la gestación de líneas creativas que respondan a los tiempos actuales, desafío para el que se requiere asumir más riesgos que certezas. Obvio que la actitud generalizada es la más cómoda, la de repetir modelos ya incorporados en el gusto de la gente. Ello explica por qué los maestros más exitosos avanzan en líneas transitadas, aunque cada uno aplique su impronta creativa otorgándole a sus obras la autenticidad de las piezas únicas.

 

En el siglo XXI si bien hay un espacio para la platería tradicional de carácter virreinal y republicana de nuestra región, de identidad "pampa", o de estilo criollo, permanece vigente el desafío por crear una nueva línea de diseños que responda a los tiempos actuales. Mención aparte para los plateros/cuchilleros, diestros en un espacio gobernado por el coleccionismo que no sólo adhiere a la gracia de la platería de la empuñadura y su vaina, sino que también alude a las cualidades de una hoja, y a la creación de otros encabados, incorporando nuevos materiales y formas, en numerosas ocasiones enriquecidas con diversas expresiones de la platería, las que poco y nada se ciñen a los modelos tradicionales del cuchillo criollo. Ese despegue corre sus riesgos a la par que seduce por sus posibilidades.

 

Obra de Ester Ventura. Conjunto elaborado en plata y mármol. Forma parte de su colección Positivo / Negativo.



De igual modo, aplicando técnicas de platería y de joyería, diversos artesanos urbanos incursionan con soltura en nuevos diseños generando espacios de creatividad que mucho bien les hacen a estas artes aplicadas. Fiel ejemplo de ello es la trayectoria de Ester Ventura, una joyera argentina que reside en Perú desde hace largos años. La conocí en su casa de Chorrillos, en la costa del Pacífico, su hermosa vivienda decorada con todo su arte y el arte de la tierra que la cobijó en 1974. Ester posee en aquel país un prestigio único. Sus joyas han cautivado los gustos más exquisitos; ha participado en exposiciones individuales en numerosas naciones y entre sus clientes destacan miembros de la realeza europea y de la alta sociedad internacional. En Perú, fui testigo, Ester es todo un personaje de reconocida fama que transita por los más diversos caminos del arte, una creadora innata dueña de los secretos de un oficio que palpita su vigencia a través de cada una de sus joyas.

 

¡Un enorme cariño, Ester, con nuestro respeto, y admiración! ¡Tenés bien merecido este homenaje!



Nota:

1. Plateros de la luna. Biblioteca Nacional. Santiago de Chile. 1988. 


* El texto fue preparado para dar su conferencia en el marco del Seminario “Tradiciones y producciones de la platería peruana y argentina”, organizado por los ministerios de Cultura de Perú y Argentina, del 19 al 21 de octubre de 2022.


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